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Cuando se menciona al Catatumbo, muchas veces surge una sensación de impotencia. Esta región, ubicada en el noreste de Colombia, se ha convertido en el escenario de una de las crisis humanitarias más complejas del país. La violencia aquí no es nueva, pero los recientes enfrentamientos entre el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y disidencias de las FARC han empujado la situación a niveles alarmantes. ¿Cómo es posible que, en pleno siglo XXI, 11.000 personas hayan tenido que abandonar sus hogares en menos de una semana? Es una pregunta que duele y que exige respuestas.
El sueño de la paz parecía estar al alcance cuando el gobierno de Gustavo Petro reanudó las negociaciones con el ELN. Sin embargo, ese sueño se desmoronó. Petro, en un giro inesperado, suspendió las conversaciones tras acusar al grupo guerrillero de intensificar sus actividades violentas y operar como una "organización narcoarmada". Estas palabras no solo cerraron una puerta al diálogo, sino que también marcaron un punto de no retorno en el conflicto.
Por su parte, el ELN respondió acusando al gobierno de incumplir acuerdos y realizar operativos militares en su contra. Es un juego de señalamientos y recriminaciones, mientras las comunidades quedan atrapadas en medio de un fuego cruzado que no distingue entre combatientes y civiles.
Lo que ocurre en el Catatumbo no es una simple disputa territorial. Es una guerra por el dominio de los cultivos de coca, una economía ilícita que alimenta el narcotráfico y perpetúa la violencia. Norte de Santander, el departamento que alberga esta región, es actualmente el más afectado por los cultivos de coca en Colombia, según un informe reciente de la ONU.
Además, el Catatumbo no solo enfrenta la presencia del ELN y las disidencias de las FARC. Grupos como Los Rastrojos, las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC) y el Ejército Popular de Liberación (EPL) también buscan su tajada en este negocio multimillonario. Estas organizaciones extorsionan a los habitantes, imponen reglas arbitrarias y utilizan el terror como herramienta de control.
Detrás de las cifras, hay historias. Historias de familias que dejaron todo para salvar sus vidas, de líderes campesinos asesinados y de comunidades enteras que viven con el miedo constante a ser las próximas víctimas. La defensora del pueblo, Iris Marín, ha señalado que incluso personas acusadas de colaborar con grupos armados son blanco de represalias, sin importar si las acusaciones son ciertos o no.
Lo más doloroso es que estas dinámicas no son nuevas. En 1999, las Autodefensas Unidas de Colombia ya habían sembrado el terror en El Tarra, buscando arrebatarle al ELN el control de esta región estratégica. Décadas después, la historia se repite.
Es difícil no sentir indignación al ver cómo la violencia sigue siendo la moneda de cambio en el Catatumbo. El gobierno ha enviado delegados para intentar calmar la situación y brindar ayuda humanitaria, pero la magnitud del problema requiere mucho más.
Esta crisis es un recordatorio de que la paz no es solo un ideal abstracto, sino una necesidad urgente para miles de colombianos que viven entre balas, coca y abandono. ¿Cuánto más tendrá que sufrir el Catatumbo antes de que el país, en su conjunto, decida mirar hacia esta región con la seriedad que merece?